• Subí en el último vagón y el único lugar que encontré libre estaba destartalado. La mitad de la cuerina estaba rota, la otra mitad no existía. El asiento se descolocaba de su sitio y entre éste y el apoyabrazos había basura acumulada desde hacía siglos. Me senté de todos modos. Ya estoy resignada a los viajes en tren y el sólo hecho de viajar sentada a la hora en la que todos vuelven, era de por sí un privilegio.
Al mi lado se sentó un señor demasiado bien vestido como para viajar en tren. Llamó una chica demasiado bien vestida que se acercaba detrás -quien yo creía su hija- y le cedió el lugar. Unos segundos después llegaron una señora demasiado bien vestida que yo creí su esposa y luego un chico común y corriente que se había retrasado por comprarse una hamburguesa.
A simple vista parecían guardar cierto parentesco, pero no. La chica trataba al señor por su nombre, por lo que deduje que no era su padre. La mujer sí era madre de la chica, pero no del chico que comía la hamburguesa. El señor podría ser la pareja de la mujer, aunque no el padre de la chica y no se qué del chico que degluitió lo que traía entre manos (de dudosa elaboración) en pocos segundos. La chica quedó sentada al lado mío, junto a la ventana. Ylos otros tres parados en el pasillo. Por ende me encontré en medio de un viaje cuasi familiar en el que los cuatro hablaban y reían.
En eso un nene que andaba dando vueltas por ahí, ofrece ceder su lugar dando vuelta el asiento de enfrente para que puedan sentarse dos más. Y con ese acto de amabilidad se gana la simpatía de los viajantes.
La mujer le propone un juego con las manos, un "piedra, papel o tijera". El nene acepta, sonriente. Y así empiezan a jugar, a compartir la risa. A la mujer, a pesar de sus modales finos y su ropa "demasiado bien" como para viajar en tren, no le molestaba tocar las manos del nene cuando ganaba. A mí, debo confesar, me producía cierta repulsión, si no asco. Estaba sucio a tal punto de notarse la negrura en sus manos y brazos. Su ropa estaba manchada de mucho andar. En el pasillo del vagón su hermanito menor - que a mi criterio rondaba el año- con la cara mojada de mocos y baba jugaba con una latita de cerveza que había encontrado tirada por ahí. A través del espejo pude a ver a su mamá sentada en otro asiento, mirando hacia otro lado como si nada sucediera, indiferente. Y el nene, buscando la atención de la señora, hacía morisquetas cada vez que ganaba o perdía en el juego.
La chica se bajó en una estación.
En la siguiente la señora y el muchacho de la hamburguesa.
Al señor que continuó camino le tocó continuar el juego y la tarea de entretener a los dos niños: el que les había cedido el asiento y luego también su hermanito menor que al oír las risas y las palmoteadas, se había acercado mordisqueando un pedazo de golosina que alguien le regaló, no sin antes refregarlo por el suelo.
El señor no parecía tan carismático como la mujer, pero aún así les propuso hacer otros trucos con las manos (como cruzar los dedos o hacer gestos extraños), pero los chicos se aburrieron pronto.
El más grande (tendría unos 6 o 7 años) reparó en mi presencia. Se sentó al lado mío aprovechando el lugar vacío dejado por la señora y comenzó a indagarme por el libro que tenía entre mis manos. Me preguntó cuántas páginas tenía y me contó que él sabía contar hasta treinta. Me pidió que se lo lea, pero me negué. El libro que estoy leyendo se llama "Operación Masacre" y cuenta la historia de un grupo de hombres que fueron fusilados durante la dictadura de Aramburu. Cualquier párrafo que eligiera olería a muerte (no se habla de otra cosa durante todo el libro). El chico insistió y me volví a negar. Por tercera o cuarta vez me lo pidió y como supe que no iba a poder convencerlo de que mi libro era aburrido, accedí a leerle "un pedacito chiquitito". En esos tres segundos de lucidez se me dio por elegir el primer párrafo, el cual supuse menos lúgubre de todos por estar recién empezada la historia:
"Nicolás Carranza no era un hombre feliz, esa noche del 9 de Junio de 1956. Al amparo de las sombras acababa de entrar a su casa y es posible que algo lo mordiera por dentro. Nunca lo sabremos del todo. Muchos pensamientos duros el hombre se lleva a la tumba, y en la tumbra de Nicolás Carranza ya está reseca la tierra."
No se si porque no alcanzó a comprender el sentido de esas palabras o porque jamás le habían leído un libro en toda su vida, pero el nene me miró con una sonrisa tal como si le hubiera regalado un castillo de caramelos. Desmintió mi afirmación de que el libro era aburrido e incluso sentenció que estaba buenísimo. Y hasta me pidió que continuara, pero esta vez sí logré persuadirlo para que hagamos otra cosa. Y la otra cosa, en ese viaje en tren, era jugar al "piedra, papel o tijera".
Volvieron las risas y los ruidos con las manos, las lenguas burlonas al ganar o las muecas en la cara al perder. Él llevaba la cuenta de la puntuación, a veces bien, a veces equivocado, pero a mí poco me importaba. En su boca pude ver las cicatraces de las trompadas que le dio la vida a pesar de su corta edad. En sus sonrisa pude ver su ingenuidad de niño, que se dibujaba con tanta sencillez en su rostro como si no le costara. En sus ojos azules pude ver el desamor más duro y más negro que las palabras del libro que yo estaba leyendo.
Ya casi estábamos llegando a destino y a pesar de no proponérmelo, yo iba ganando el juego. Por eso en la última partida decidí elegir siempre tijera, para que de una vez por todas él, al cambiar las figuras de sus manos, pueda ganarme y terminanar el viaje con sabor a victoria en el juego. Con lo que no contaba yo era con la viveza de mi contrincante, que percibió mi jugada y se propuso imitarme:
Piedra, papel o... TIJERA!
Piedra, papel o... TIJERA!
Piedra, papel o... TIJERA!
¡TIJERA! ¡TIJERA! ¡TIJERA!
Los dos marcamos tijera como veinte veces seguidas y el juego concluyó de la mejor manera: con una lluvia de carcajadas.
El tren se había detenido y se habían abierto las puertas. Su mamá, sin avisar, estaba por bajarse del vagón (con un bebé en brazos y otro hermanito en un carrito). Él tomó en brazos al pequeño que apenas caminaba tambaleándose, para seguirla. Yo también me bajé, era mi estación. Cuando crucé la puerta recordé que en mi bolso tenía algo que podía llegar a gustarle y ya en el andén, al amparo de la mirada del señor que nos acompañó durante todo el viaje, saqué un paquete de algo que llevaba para comer cuando llegue a casa. Y se lo entregué en la mano.
"¡Palitos!... Chau!" , exclamó mientras yo me alejaba entre la multitud de gente que me arrastraba hacia la salida. En esas dos palabras pude descifrar todo lo que quiso decirme, pero que no supo cómo: "¡Qué rico!", "Fue muy lindo jugar con vos", "Me gustó que me leyeras tu libro" o "Gracias".
No recuerdo su nombre, pero sí sus ojos azules y esas dos palabras: "Palitos! ... Chau!" Me fui de la estación conteniendo las lágrimas. En mi mente oía resonar:
¡TIJERA! ¡TIJERA! ¡TIJERA!
Un tijera invisible cortaba en los lazos del destino un hilo que quizás jamás se volvería a recomponer. •
L.A
8 voces se mezclaron con mi voz:
Un cuento que escribí hace años, de la época en que los asientos del Roca todavía podían darse vuelta de un lado o del otro.
Lo encontré entre los borradores de este blog. Está archivado con la etiqueta "me pasó a mí", por ende, significa que fue una experiencia verídica.
Espero que les guste.
Precioso el cuento. No sé qué decirte. Es hermosísimo. Lo que cuentas, lo que dices entre líneas, lo que estás viendo más allá de cada uno, no sé... Este encuentro fue mágico...
si mi voz está permitida... un placer haberte encontrado
muy bueno!
en la época en que el Roca tenía los asientos movibles???
Viajamos los mismos trenes,alguna vez...
beso*
Muy muy conmovedor, y muy triste. Parece mentira pero hoy en día muchos niños sufren tanto o más que él.
¡Muchos besos!
Que bien sienta recuperar palabras que guardan magia!
:)
oh mas dulce ...! :) me gusto
:O
Que sorpresa este Blog tan colorido, y la presentación y todo =)
Un besazo desde Madrid
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