•Las dos casas que se miran•

"...las ventanas fueron ojos por los cuales tragaron la misma luz y las puertas bocas por las que respiraron el mismo aire..."
Cuenta la historia que Don J.B.G era vendedor de leche, y que junto a sus hijos varones recorría el barrio y sus confines en un carro tirado por un caballo ofreciendo de su oro blanco. Era una época en que las vecinas dejaban la puerta de la casa abierta, para que Don G. entrara al zaguán y tomara unas medidas de su tarro lechero y las depositara en el jarrón que había en cada casa, al lado del cual las vecinas dejaban unas monedas. Si no, la cuenta iba a parar a una libreta renegrida que acumulaba listas de números, que se reducían de a poco cada vez que podían pagarle. Don G. había llegado en barco del otro lado del océano. Había venido, como muchos, a "hacer la América" detrás de un sueño. Nunca nadie supo a ciencia cierta su lugar de origen. Algunos decían que había nacido y vivido en Italia, pero que cruzaba todos los días un puente porque trabajaba en Austria. Otros dicen que, a la inversa, era austríaco con un jornal en territorio italiano. Sus ojos profundamente azules y su perfil aguileño poco podrían decir acerca de este tipo de datos precisos que, al fin y al cabo, no hacen a la cuestión. Lo cierto es que Don G. había venido en barco, engrosando así el número de inmigrantes que esta tierra recibió con los brazos -no tan- abiertos. No recuerdo si fue durante o después del barco que conoció a una italiana del sur, morena, petisita y retacona a la cual le llevaba en altura más de dos cabezas. Juntos formaron una familia de la cual nacieron seis hijos. Don G. estaba convencido de que lo único que podía salvarlo y lo único que podía forjar un futuro para sus hijos era el trabajo. Por eso es que vivió arriba del carro lechero, despertándose de madrugada para ir a buscar su producto hasta Cañuelas y volver con el cargamento lleno para repartir en los suburbios del sur -muchos años mas tarde, su nieta Susana recordaría con la nostalgia de la niñez el sabor del yogur en frasco de vidrio, en cuyo fondo se asentaba una capa de frutillas-. Mucho antes de morir se propuso una meta: dejarle a cada hijo una vivienda. Tal es así que todavía en algún barrio del sur persisten cuatro casas levantadas por la fuerza de su propio lomo, que a pesar del paso del tiempo continúan haciéndole frente a las inclemencias de las refacciones y las construcciones de departamentos modernos, que amenazan con venirlas abajo. Las casas de su hijo mayor y menor, decidió construirlas en el mismo terreno y con una particularidad: enfrentándolas para que se miren la una a la otra. No es un detalle menor que ahora, con el paso del tiempo, el acceso principal a cada vivienda sea lateral y aunque en desuso, delatan la existencia de un pasado ineluctable en el que las ventanas fueron ojos por los cuales tragaron la misma luz y las puertas bocas por las que respiraron el mismo aire. Al fondo del terreno, Don G. plantó toda clase de árboles frutales, con los cuales se le hacía menos dura la añoranza de las llanuras italianas y con el sueño de que sus nietos corrieran entre naranjos, manzanos, ciruelos e higueras, inundados por los perfumes de los frutos en verano y el libar de los insectos en primavera. Pero como todas las cosas en algún momento acaban, la convivencia pacífica llegó a su fin. Nadie recuerda cómo fue. Si es que las esposas de los dos hermanos se llevaban mal entre sí, si la mascota de una de ellas destrozaba el jardín de la otra, si los insectos que venían por los árboles enfermaban de picaduras a las niñas o si las casas se tenían alergia de compartir la misma luz y el mismo aire. Lo cierto es que un día los árboles fueron talados, las puertas laterales clausuradas y en su remplazo construidas aberturas hacia el frente y una medianera separó al gran terreno en dos propiedades distintas. Si Don G. lo hubiera visto, de seguro hubiera llorado. Quizá cumplió, sin buscarlo adrede y aún en sobremanera, casi todos los postulados de la vida para sentirse por completo realizado: tener un hijo y plantar un árbol. Sólo le faltó escribir un libro. Pero bueno, seguramente entre tantas recorridas arriba del carro no tuvo el tiempo o la instrucción suficiente como para lograrlo. Quien sabe... si algún descendiente suyo se propone concluir con su legado. L.A

3 voces se mezclaron con mi voz:

Vera Detó dijo...

Wuaw muchos recuerdo, en mi niñez consumia leche q me traia el lechero en su carro, lo que sucedia es que vivi mucho tiempo en un pueblo rodeado de campo ... siempre recuerdo a mi mama contarme lo que hacia para descremar la leche.

Por otro lado, siempre soñé ( siempre léase como "de niña") con tener dos casa muy similares en un mismo terreno y así tener una para mi y otra para mi mamá... de seguro lo soñaba con un objetivo diferente al del Don de tu cuento.

Bueno Sra o Srita le dejo un afectuoso saludo y con ello me despido, no sin antes decirle que su encabezado me gusta mucho mas y que no vale la pena tener el corazón echo un cubito. Pues aunque eso suceda, los sentimientos no se congelan.

( Escribí demasiado no? Debe ser porque la noche pinta solitaria )

luisa dijo...

Laura,nosotros somos cinco hermanos y todos vivmos en el mismo edificio...la convivencia es fácil,sobre todo..porqué hy respeto,hacia los otros.

De momento nos va bien..y ojalá dure.

Besitos.

Vera Detó dijo...

Ud puede creer q lo imagine?
Imagine q el Don de su cuento era pariente suyo.. por el final vio!?


Me gusta q te describas fotograficamente
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A seguir trabajando.

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